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Willy Ruff

¿CÓMO LLEGUÉ HASTA AQUÍ?

Es una historia larga pero la abreviaré, para no aburrir.


En mis años de adolescencia practiqué muchos deportes, fútbol, natación y atletismo eran mis aficiones físicas. Estas actividades, al llegar a la universidad, se redujeron drásticamente, incluso eran consideradas absolutamente “superfluas o negativas” (¿?) por algunos profesores, para sorpresa mía.


Llegando ya al 4° año de carrera, disminuyeron un poco las exigencias matemáticas y quedaba algo de tiempo para actividades extra programáticas.


Un día un compañero de curso me invitó a presenciar una clase de alguna disciplina oriental recién llegada a Chile, pero sin saber explicarme de que se trataba realmente. Recuerdo haber concurrido a un lugar en el centro de Santiago donde encontré a un grupo de jóvenes vestidos con atuendos color blanco y cinturones de diversos colores. Recién allí supe que se trataba de una clase de algo llamado karate.


Estuve una hora fascinado observando sus movimientos similares a una danza guerrera y me di cuenta que esa era una disciplina que quería empezar a practicar de inmediato. Sin embargo, esto no pudo hacerse realidad por diferentes circunstancias ajenas a mi voluntad.

Pero ya me había “picado el bichito”, comencé a conversar con algunos compañeros y decidimos iniciar a comienzos del año siguiente la práctica regular de aquello que consideramos (sin saberlo), sólo un deporte. Uno se consiguió un terreno, en realidad una especie de sitio eriazo, otro logró conseguir un “profesor particular”, se trataba de un funcionario de la embajada de Japón, quien por muy poco dinero estaba dispuesto a enseñarnos karate a este grupo de unos 10 entusiastas principiantes. En esos años había sólo un par de academias donde se enseñaba este arte o “camino de la mano vacía” y por un costo mucho más alto de lo que nos pedía nuestro profe “legítimamente” japonés.

Y entonces comenzó lo que se llama generalmente “por amor al arte” y recién entonces descubrimos que el karate era algo más que un deporte!


Entrenábamos 3 veces por semana si mal no recuerdo de 20 a 21:30 hrs, es decir 1,5 horas con un rigor japonés (o espartano), terminando cada clase empapados de sudor y bastante “golpeados” por nuestro instructor que nos contaba, chapurreando algo de español mezclado con inglés, que él sólo enseñaba de acuerdo al sistema que había aprendido de su maestro en Japón.


Entre otras prácticas habituales de Japón tuvimos que someternos al uso del Makiwara, una pieza de madera anclada al terreno envuelta con una especie de totora a la altura de los puños y que había que golpear unas 100 veces con cada mano hasta logra unos callos sobre los nudillos que aseguraban golpes temibles para el oponente y cero daño para uno mismo. Y cuando nuestro sensei japonés estaba “acelerado” nos invitaba a subir trotando el fin de semana, el cerro Lo Curro hasta donde terminaba el pavimento!!!


Fueron 2 años dichosos, el grupo se unió y se formaron grandes amistades, rara vez faltábamos a una clase y el entusiasmo se hacía cada vez mayor y creo que nunca tuve un mejor estado físico.


Terminada la carrera profesional, cada uno partió por su lado, muchos fuera del país, y yo a la semana de graduarme en 1968 estaba en un avión rumbo al sueño de mi vida: Alemania!, el país de mis ancestros paternos.


Curiosamente en Alemania prácticamente no se conocía el karate, solo el judo, de modo que dejé de practicar la disciplina que tanto me había apasionado.


Sin embargo, recorriendo librerías encontré un par de textos de un profesor alemán que había vivido en Japón y que intentaba divulgar el karate en Alemania. El primer tomo estaba dedicado a la descripción de los ejercicios físicos básicos de esta técnica y las rutinas de “katas”, es decir la combinación de golpes y bloqueos defensivos que yo había practicado y conocía.


Sin embargo, fue en el 2° tomo en el cual encontré lo que me dio luz sobre esta disciplina: allí se narraba el fundamento filosófico de las llamadas artes marciales. Allí encontré el código del Bushido, es decir, las normas que reglaban la vida de los samuráis, el código del honor y del deber (aves muy raras en la actualidad),…. Aquello cambió mi visión de la vida…..


Después de dos años y medio retorné a Chile.

Lo primero que hice fue buscar alguna organización que tratara tanto la práctica del karate como su esencia filosófica. Recorrí varias academias comprobando que se había transformado en un negocio, una carrera por conseguir cinturones de diferentes colores, y de su base esotérica ….. NADA!!!


Finalmente llegué a una organización cultural que impartía clases de filosofía clásica y del oriente, religiones comparadas, ética, meditación, etc., y como práctica física artes marciales y me quedé allí un par de años.


Desgraciadamente mi trabajo me obligaba a salir bastante seguido de la ciudad, de modo que sólo seguí practicando karate en forma aleatoria o discontinua, me alejaba un tiempo, pero siempre retornaba a lo que me apasionaba y con el mismo sensei en el estilo tradicional de shotokan, obteniendo el cinturón negro 1er. Dan a los 55 años.


A esa edad, ya noté que el estado físico no era el mismo de los 30 años y empecé a buscar nuevos rumbos, llegando de esa manera al taichi.


En un comienzo, lo encontraba algo demasiado lento y tranquilo, en relación con el karate donde la línea recta era el rey, aquí en este arte de origen chino la reina era la línea curva. En esa misma época me inicié en la meditación zen, perfecto complemento con el taichí, que puede considerarse una “meditación en movimiento”.


Posteriormente incorporé elementos de la medicina tradicional china, como la fitoterapia, tuina masaje de origen chino, que utiliza los mismos principios de los meridianos de acupuntura pero usando sólo los dedos, es decir, digitopuntura.

Y en esto estoy ahora,…. y hasta que el destino disponga otra cosa……



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